martes, 19 de abril de 2011

El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim

Cuando me regalaron este tebeo lo tomé con mucha precaución: el guerracivilismo y yo no nos llevamos bien. No por nada, simplemente me aburre. Me acerqué un par de días al libro, de tapa dura, papel grande y grueso (casi diría que demasiado grueso) y olor a nuevo con mucha desconfianza. No sabía qué me iba a encontrar. Había abierto un par de páginas al azar, para ver simplemente el dibujo. Todo el mundo tenía arrugas por doquier, pero no parecía desagradable. Muy europeo. Como ya digo, lo tomé con desconfianza, y quizás por eso me sorprendió gratamente cuando por fin me decidí a leerlo. No soy tiquismiquis con las ediciones, pues soy de los que leen en cualquier sitio, ya sean asientos de autobús, de porcelana o repantingado en la cama, pero aún así agradecí que fuese de calidad.

En cuanto a la historia, fue otra grata sorpresa, sobre todo por no ser como tantos otros bodrios sobre la guerra civil que hasta la saciedad hemos financiado queriendo o sin querer. Bien podría estar ambientada en la pre y post guerra civil de un sistema solar decadente y fanático en Alfa Centauri, porque al final no es el contexto sino el texto, el personaje de Antonio lo que engancha. Él es la historia, la Historia no es más que mero contexto. Y ese texto, la vida del niño, el adolescente, el hombre y el Antonio en su decrepitud, la vida de alguien que intenta no ahogarse en la marea de la Historia y, como el título dice, quiere aprender a volar, es lo realmente importante, lo que a uno le hace empatizar aún en la lejanía histórica. En realidad es la arquetípica historia americana del hombre que intenta triunfar sobre la masa, pero ambientada en la estepa aragonesa, la del underdog que quiere ganar la liga y aunque al final no lo consiga, en el camino ha aprendido a volar.

Vemos al pobre Antonio atrapado en una aldea de la España más profunda y agrícola, del Aragón más cerril de la preguerra. Lo vemos dar tumbos de un sitio a otro, buscar su propio Santo Grial que es aquí el coche, el automóvil, el epítome de la libertad humana hecho hierro y grasa; le vemos luchar y sufrir una sociedad humana caníbal de cuyos banquetes, en más de una ocasión, él participa; pelear infructuosamente contra un nacionalcatolicismo que extiende sus tentáculos grotescos hasta la alcoba, contra la pobreza, el olvido y la vejez.

 Todo dicho así parece más publicidad que reseña, y si bien no es el tebeo perfecto, ni mucho menos, ni tan siquiera el mejor que jamás haya leído, aún a pesar de dar más de un salto que “compensa” con alguna redundancia o la ñoñería del hijo justificando el contar la historia de su padre y tocayo como suya, es en general una buena obra. Ya digo que puede que fuese por las pocas expectativas y los reparos con los que lo empecé, pero yo lo considero un señor  tebeo.