miércoles, 31 de marzo de 2010

Promethea, de Alan Moore

Sophie Bangs es una apocada estudiante que investiga sobre un personaje de ficción que aparece recurrentemente en poemas del s.XVIII, comics de los años treinta y obras de la literatura pulp bajo el nombre de Promethea. Sophie descubrirá que el personaje lleva siglos cruzando la frontera con la realidad, utilizando a artistas y escritoras como receptáculos en el mundo físico, y que ella es la siguiente en la lista. A partir de ese momento se verá perseguida por una pléyade de demonios que intentarán destruirla y realizará un viaje iniciático a través de la cábala, en una ascensión por los distintos planos y esferas de la realidad hasta llegar a Dios, para descubrir que su destino último es servir de agente desencadenante del fin del mundo, lo cual no tiene nada de malo puesto que el mundo no es otra cosa que nuestros gobiernos, nuestros sistemas y estructuras sociales y nuestros miedos y creencias.

Alan Moore, que como otros grandes del cómic (véase Jodorowsky) cada día es más mago y estudioso de lo oculto que artista, firma el guión de esta obra que, si bien es una medida combinación de aventura fantástica y cómic mainstream, es de una madurez espeluznante. No es una lectura ni muchísimo menos fácil. La cantidad de referencias culturales es pasmosa: mitos, literatura victoriana, tarot, ciencia ficción, culturas antiguas... todas las obsesiones del autor británico tienen cabida en esta hija pródiga que se ha convertido en unos de los grandes hitos del cómic en su camino al reconocimiento como arte pleno y legítimo.

Por otra parte estos mundos imposibles no serían visibles sin la abundante imaginería y recursos gráficos de J. H. Williams III. Su absoluto control de la estructura narrativa de la página le permite jugar continuamente con la percepción del lector, en un ejercicio intelectual difícilmente explicable. Todas las posibilidades estructurales de la viñeta son exploradas aquí. Es un digno sucesor de Windsor McCay o Will Eisner en lo que a concepción de la página como un todo unitario se refiere, y enlaza en ese sentido con los trabajos de arte secuencial de Frans Masereel o Max Ernst, superándolos ampliamente.

El contraste entre los dos mundos, el físico y el metafísico, es mayor al situar la acción en un presente alternativo (ya pasado, en realidad) completamente tecnocratizado, donde todas las concesiones a la fantasía y la magia parecen haberse perdido. En este cómic se habla de sexo tántrico, de matemáticas, de filosofía... Y se puede ver a John Dee y a Aleister Crowley jugando una partida de ajedrez (interrumpida por el mismo Mercurio) en el camino a la séptima sephirot.

Cósmico.

miércoles, 24 de marzo de 2010

¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?, de Enrique Jardiel Poncela

Cuenta la leyenda que una joven bretona llamada Úrsula se convirtió al cristianismo prometiendo guardar su virginidad y decidió realizar una peregrinación a Roma y para lograr la consagración de sus votos. El Papa Ciriaco la recibió y consagró sus votos de virginidad perpetua y así poder dedicarse a la prédica del evangelio.
En el viaje de regreso a Britania, Úrsula fue sorprendida en Colonia por el ataque de los hunos, con Atila a la cabeza. Se dice que el bárbaro se quedó coladico de Úrsula pero ella se resistió a sus rudos encantos. Ante el rechazo, Atila hizo lo que todo buen bárbaro debe hacer ante un desengaño amoroso: martirizar a Úrsula y a otras 10.999 vírgenes hasta la muerte. De este modo la imagen de Úrsula fue relacionada con la de la diosa germana Freyja, que protegía a las doncellas vírgenes y las recibía en el más allá si fallecían sin haber perdido la flor.

Sin embargo, nada tiene que ver esta historia –más allá del título- con lo que nos cuenta Enrique Jardiel Poncela en su tercera novela ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?
Jardiel Poncela afronta en esta obra la tarea de subvertir el mito de Don Juan de una forma conscientemente socarrona y paródica, utilizando sus enormes dotes para la escritura humorística. A lo largo de la novela asistimos a una constante desfiguración de los elementos más característicos del mito donjuanesco, cuya finalidad no es más que provocar una risa absolutamente desmitificadora.

La novela nos cuenta las andanzas de Pedro, un Don Juan moderno, que se encuentra ante la horma de su zapato: Vivola Adamant, la única mujer capaz de resistir sus embistes durante su larga carrera de rompecorazones y bajabragas.


Jardiel Poncela, un auténtico gentleman

Como nos tiene acostumbrados, Jardiel Poncela no deja títere con cabeza. Deforma y caricaturiza hasta el extremo tanto los personajes como las situaciones con los recursos que mejor sabe utilizar: la hipérbole y la antítesis. "Don Juan Tenorio no era, a mi juicio, ni un caso clínico ni un héroe; era, sencillamente, un cretino sin ocupaciones importantes"
Las ocurrencias de Jardiel son, para el que suscribe, de una gran altura humorística y su dominio del español es, en fin, acojonante. Nunca me deja de sorprender este señor. Es difícil no reír ante la retahíla de humoradas en ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?
Si bien, leída con los ojos del hoy, se le puede achacar a la obra una cierta ingenuidad a la hora de retratar las relaciones entre el hombre y las mujeres (la novela fue publicada durante el remanso de libertad que fue la II República y no volvió a ver la luz editorial hasta la muerte del caudillete), lo cierto es que encierra tantas certezas como cuchufletas y burlas.

Como casi todas la obras de Jardiel Poncela, esta novela no se sitúa lejos del Absurdo y en más de una ocasión lo abraza con todas sus consecuencias. Consecuencias afortundas, por cierto. A aquellos que piensan Muchachada Nui, Miguel Noguera o Venga Monjas son un hito del humor absurdo, les recomiendo que le echen un vistazo a la obra de Jardiel Poncela, para saber como se las maneja un genuino fuera de serie (sin desmerecer a los citados, eh). Y es que ya estaba todo hecho por otro antes, y la mayoría de veces mucho mejor.

“Para ser moral basta proponérselo; para ser inmoral hay que poseer condiciones especiales”

Aquí
pueden leer la novela.

jueves, 18 de marzo de 2010

Pluto, de Naoki Urasawa y Osamu Tezuka

Tras el trigésimonoveno conflicto de Asia Central, y en un mundo en el que los robots son una parte más de la sociedad –a pesar de sus limitaciones- una serie de crímenes comienzan a sucederse. Los 7 super-robots que decidieron la guerra contra Persia, y que ahora son ciudadanos-robot modélicos, están siendo destruidos a pesar de sus manifiestas capacidades de combate por un ente desconocido que adorna sus despojos con grandes cornamentas. A la vez que esto ocurre, algunos defensores de la robótica están siendo asesinados y cornamentados, y algunos movimientos antirobots empiezan la lucha violenta contra lo que consideran una degeneración: Que los robots realicen trabajos puramente humanos como policía o juez, o que los robots tengan remedos de sentimientos e incluso convivan en parejas.




Este es el punto de partida de Pluto, obra que en España a lo mejor vemos un día de estos pero que pueden leer aquí. Toda la acción sucede en un mundo desconocido pero que a la vez nos resulta familiar, con una Unión Europea de un solo país y un cuerpo de policía a imagen y semejanza del FBI (La Europol), con países actuales de nombres cambiados y máquinas por las que uno puede sentir empatía. Ahí es donde se nota la mano de Tezuka, creador tiempo ha (murió hace 21 años) de parte del guión que rescató Urasawa para crear Pluto. Los robots son máquinas ingenuas y casi infantiles, que quieren dotarse de rudimentarias emociones a pesar de saber que jamás podrán entender a los humanos con quien conviven. Esta necesidad emocional de los robots es uno de los ejes que mueven la obra. A pesar de haber visto este argumento en la ciencia ficción decenas de veces (en Asimov y en el propio Tezuka, por ejemplo) aquí no resulta un más de lo mismo y está integrado dentro de una historia más amplia.

Urasawa, con una técnica mucho más depurada que la de Tezuka, consigue que sus personajes transmitan muchas veces emociones o ideas que el segundo no habría podido conseguir con el dibujo: Construye un tratado sobre el odio, el dolor y la compasión sólo con sus dibujos. Todos los personajes son una mezcla de las tres, ya sean humanos o robots, desde Adolf el odiarobots hasta Tetsuwan Atom (Astro Boy), que en esta obra es uno de los personajes principales, igual que el Profesor Ochanomizu (‘Padre’ de Astroboy en el cómic homónimo)

Tanto el guión como la forma de dibujar de Urasawa la acercan a lectores no aficionados al Manga, a pesar de la aparición de robots gigantes y demás criaturas comunes en el género, contando una historia que cualquier amante de la Ciencia Ficción, con mayúsculas, puede disfrutar aunque no haya leído más tebeos que Mortadelo (sin ningún desprecio por tan magna obra de Ibáñez, ojo)

FE DE ERRORES: Planeta sí que ha publicado al menos 6 tomos de Pluto (Marzo de 2010)

miércoles, 17 de marzo de 2010

Stitches, de David Small


¡Aviso para navegantes! Él que escribe no tiene la menor idea de lo que hoy en día se conoce cómo novela gráfica (sólo me he leído Maus) o de lo que viene siendo lo mismo pero sin categorida moral (Super López y poco más han caído en mis manos).

Es por ello que no encontraran aquí una comparativa con movimientos dentro del cómic, ni un análisis sesudo del trazo, el bocadilllo y demases cuestiones propias del medio. Para eso tenemos a Milgrom o Vaderetrocordero grandes pajeros del género.


Stitches es la obra que ha dado el pelotazo de popularidad al ilustrador y artista David Small. Al igual que en Maus la obra gana en intensidad por ser autobiográfica (en Maus habla del padre, aquí de si mismo). Es ésta la historia de un niño afincado en Detroit, en una familia a todas luces disfuncional. Un padre radiólogo ausente, un hermano en su mundo y sobre todo, una madre siniestra. Muy siniestra.

La figura de la madre da verdadero terror y planea por el libro como una figura el doble de amenazadora que el monstruo de los cuentos infantiles, ya que en vez de huir de este monstruo el niño busca en él cariño y protección.

La visita a la abuela materna (ser directamente de frenopático) intenta explicar un poco el carácter oscuro de la madre, que por primera vez se muestra temerosa. El tebeo prosigue mostrando los abusos emocionales a los que es sometido el niño (algunos verdaderamente sangrantes) y los problemas consecuentes en su desarrollo social y moral.

Todo ello narrado con pocas palabras; páginas enteras en las que las viñetas se transforman en cámara de cine y sólo pretenden contextualizar. Es curiosa esa economía de medios. Una obra en la que hay tanto que contar y tan poco espacio e incluso así, el autor se toma su tiempo en expresar un estado de confusión, angustia o miedo.

Recordando que soy novato en el medio, me sorprende la libertad con la que dibuja la novela, haciendo el concepto viñeta un poco demodé. Reseñable, aunque probablemente lo habían ya adivinado, es que los dibujos están en blanco y negro. Carallo ayer caí sin querer en los grabados de Doré, y me dió por reflexionar en lo complejo que es crear semejantes juegos de luces y sombras con la paleta tan corta. David Small consigue muchos matices y profundidades sólo con grises, de verdad que si.


Siguiendo con la narración, lo que me convenció para realizar esta reseña con ánimo de recomendación fue que la historia tuviera una salida a tanto sufrimiento. Y en ésta ocasión no se sitúa ni en el asesinato de toda la familia, ni en el amor apasionado de una suripanta cualquiera, ni en la fama. No, esta vez la luz está en la consulta del psicólogo. Es verdaderamente entrañable observar la gratitud con la que Small nos cuenta su apertura a la vida gracias a su terapeuta.

Y ahí radica el mensaje de esta historia. No es pues una simple y vana enumeración de las crueldades humanas a lo posmoderno, ni un canto a la fatalidad a lo romántico. No, es un alegato de la verdad psicológica y su corolario, la libertad, y una denuncia a todas esas estructuras familiares bloqueantes, asfixiantes, apostólicas y romanas que tantas generaciones llevan destruyendo moral y emocionalmente a Occidente.

martes, 16 de marzo de 2010

Trífero, de Ray Loriga

Sin haberle leído ni dos líneas, ya le tenía categorizado como “pamplinas” y consecuentemente vetado. La opción de leer un libro suyo era tan remota para mi como la posibilidad de que el menú de una boda no sea lamentable. Y es que la pose de Ray Loriga me resultaba sumamente desagradable, absolutamente impostada y del todo innecesaria. Quiero decir: ¿qué necesidad había de adoptar una imagen tan ajena, qué necesidad había de cambiarse el nombre de Jorge por el de Ray? ¿Qué necesidad, demonios? Seguro que ninguna, seguro que todo obedecía a una pose bien estudiada. Ray Loriga es un gran farsante, un impostor.

Hasta que llegó a mis manos Trífero. Un librito breve, con letras gordas. Una novelita lumpen, que diría Bolaño. Mi sorpresa fue que Trífero está bien escrito, bastante bien escrito, qué diablos. Casi, casi sin referencias idiotas a la vida soñada por Loriga, esa vida de rock anglosajón, de dylanismo, de moteles de carretera y cantantes alcohólicas. Vamos, que aquí no hay sexo, drogas y rockanrollo.

Mira qué bien.

Saúl Trífero es un español con sangre azul pero sin papel verde, con gusto por las faldas de todos los estilos. Hasta que conoce a una robusta noruega –Lotte- y decide casarse con ella, embelesado por su perfección nórdica. Sin embargo Lotte muere ahogada y Trífero se siente culpable por no haber sido capaz de mantenerla a flote, como alfeñique que es. Así, Trífero emprende una huída hacia delante, a modo de expiación, que le llevará a hacerse pasar por un prestigioso científico especializado en los universos paralelos (universos sombra, le llaman).

De hecho, Trífero podría compartir estantería con Jardiel Poncela o Emilio Carrere casi sin que se le viese el plumero. Y digo casi porque el sentido del humor que impregna la novela es de vuelo rasante en comparación odiosa con cualquier jardielada. No llega a estrellarse nunca y Loriga evita con maña caer en el sentimentalismo y el dramón que la historia podría propiciar.

En fin, la novela se lee en dos viajes de metro largos o cuatro más cortos y no deja mal sabor de boca ni de tiempo perdido. Loriga ha conseguido que le vea con otros ojos, un poco menos prejuiciosos. Sin embargo no me olvido que también estuvo casado con Christina Rosenvinge –la cantante sin voz- y ha escrito y dirigido La pistola de mi hermano y Teresa, el cuerpo de Cristo; lo cual hace que mi recelo siga bien arraigado, junto con cientos de prejuicios infundados pero necesarios.

Trífero hace pasar un ratico entretenido. Y Loriga escribe bastante bien si quiere, parece ser.

La clave está en bastante.

jueves, 11 de marzo de 2010

Ocho lecciones sobre yoga, de Aleister Crowley


Reseñar un libro de una personalidad tan magnética y controvertida como Aleister Crowley obliga a arrojar un poco de luz sobre el autor. Lejos de biografías tremendas (en tamaño y relevancia) yo me quedo con tres cosas de Crowley: su polifacetismo, su brutal inteligencia y su chaladura.

Polifacetismo porque en su vida osciló de alpinista de élite, a drogadicto (también de élite), pasando por yogui reputado, mago de la muerte y toda suerte de intelectualidades. Brutal inteligencia porque leyendo sus textos (al menos éste que hoy nos ocupa) uno se percata de la increíble capacidad de síntesis primero, y más importante, de profunda penetración en teorías laberínticas. Chaladura porque ésto del Magick sería como Octavio Acebes de bad trip (habla aquí mi voz escéptica, que cada uno piense lo que quiera)

Teniendo esto en cuenta uno ya puede abordar el texto con garantías. Es mi recomendación que ante cualquier texto sobre el yoga, meditación u hortifruticultura se investigue previamente sobre el autor. Y es que aunque estas disciplinas puedan ser muy científicas, lo cierto es que la mayoría de literatura al respecto más que ser gris, toma unos tintes rosas impregnados por lo personal del autor.

Disculpen la inexcusablemente larga presentación y ya procedo al análisis de la obra. En ocho lecciones sobre yoga vamos a encontrarnos estructuralmente ocho conferencias publicadas en 1939 que abordan el tema de que es el yoga y cuáles son sus ramas.

El yoga para Crowley, y esto es muy importante, no es ninguna de sus ramas (el yoga no es poner posturitas, ni respirar raro cómo piensa el común de los mortales) ni tampoco ninguno de sus resultados (el yoga no es relajarse, ni estirar los músculos ni mucho menos es alegría y felicidad). El yoga es unión. Así de radical, de sencillo y de fundamental.

Antes de entrar en términos vitales o experimentales, Crowley sabiamente empieza hablando del yoga de la química, de la física y de la biología y de cómo todo ente tiende a unirse con otro para la creación de nuevos entes. Esta tendencia fundamental impregna todo nuestro ser y es origen de todo sufrimiento (lo que nos hace sufrir es estar separados, no el querer unirnos más exactamente). Conviene recordar al respecto las cuatro nobles verdades del budismo:
  1. El sufrimiento existe.
  2. El origen de esa insatisfacción es el anhelo (o deseo, sed, "tanhā")
  3. El sufrimiento puede ser extinguido (nirvana).
  4. Para extinguir el sufrimiento, debemos seguir el óctuple sendero.

El deseo del que habla el Buda es esa tendencia a la unión de la que habla Crowley. Puede pensarse que la extinción del sufrimiento provenga pues de la aniquilación del deseo y que el óctuple sendero sea un camino de áscesis que niegue todo deseo hasta su desaparición. Lejos de esto Crowley lucidamente nos muestra que la verdadera aniquilación proviene de la satisfacción profunda de este anhelo.

Todas nuestras pequeñas acciones (y es desde aquí que la teoría ha de ser formulada, no desde lejanos samadhis) han de apuntar a la unión, al yoga. Esta unión no es más que la disolución del sujeto en el objeto y al revés, satisfaciendo ese anhelo. Ejemplificando, todos hemos sentido esa dicha en la que nuestro ser (manteniendose presente, no hablamos de la orgías que anulan el yo más que diluirlo en otro) se une con el objeto estudiado (contemplación extática del arte o de la naturaleza), con la acción (danza, deporte o programación en C++) o con la persona amada.

El óctuple sendero del buda o las ocho ramas del yoga de Patanjali (que son las que estudia Crowley en esta obra) buscan pues cultivar las condiciones óptimas del hombre para la consecución de esta unión.

Estas ocho ramas (su estudio compone la mayor parte de las conferencias) son:

-Yama o peligrosamente traducido 'prohibiciones': Crowley emplea un buen rato en dejarnos claro que la traducción de determinados términos sánscritos es inútil cuando no insidiosa. En éste caso algunos pudieran entender Yama como moralidad o leyes impuestas desde fuera. El yogui no podrá tomar café de 7 a 9, escuchar La linterna de la Cope ni votar a IU dado que es tirar un voto a la basura. Cualquiera que acuda a una academia de algún yoga flipao, a lo kundalini, verá que sus practicante siguen al pie de la letra preceptos más absurdos que estos, dictados por algún iluminao pirao a lo Yogui Bajhan (el asana se practicará a las 6 de la mañana y no más de 118 repeticiones, otra combinación puede causar problemas menstruales!) o más divertido aún, anacrónicas leyes que tuvieron sentido en otra época o cultura (el yogui no aceptará jamás un presente)

El yama habría pues de entenderse óomo las restricciones necesarias para que nuestras acciones puedan tener la dirección que nosotros queremos infundirle. Para que el codo cumpla su función ha de tener la restricción de no ser doblado hacia atrás manteniendo cierta rigidez. Aplíquese ésto pues a la práctica del yoga.

- Niyama o virtud. Esta rama del yoga hace hincapié en las potencialidades del ser más que en las restricciones que debemos imponerle. En esta parte del libro es cuando más se le va la pinza con diferencia ya que hace una exposición de las distintas cualidades o virtudes humanas (todas ellas muy ciertas) desde una perspectiva astrológica. Que si Saturno es paciente y Jupiter más asertivo. No se explica a que viene semejante charlotada la verdad.

- Asana o posturas es lo que la mayor parte de los no doctos conoce de la práctica del yoga. Para Crowley el asana tiene como fin (no el wellness del Dir, cosa muy respetable por cierto) la detención de los procesos físicos estáticos. Esta quietud es necesaria para llevar a cabo determinados experimentos cuya finalidad sea la unión de nuestra percepción con en última instancia todo lo que nos rodea.

- Pranayama o control de la respiración. Aquí entra en juego el control de la parte dinámica de nuestro cuerpo, que es la respiración. Momentos de retención de la respiración sumados a un asana verdaderamente reposado son joyas para la práctica del yogui. Nótese que Crowley pasa bastante de los poderes que se emanan de la práctica del asana y el pranayama. Estos poderes no son más que la salud física y el control de las emociones. Y para algún flipao poderes de la saga Marvel. El propio Crowley afirma, al principio parece que está de coña aunque luego uno ya no sabe que creer, que en ocasiones ha levitado practicando yoga.

Las cuatro últimas ramas del Yoga son Pratyahara, Dharana, Dyana y Samadhi, se refieren al control de los sentidos, a la concentración mental, a la disolución del yo primero en objetos de experiencia y por último en el Todo, Kosmos o Google. Temáticas complejas que prefiero no glosar por humildad y por no decir demasiadas bobadas.

lunes, 8 de marzo de 2010

Playa de acero, de John Varley

Playa de Acero ha sido la primera novela que he leído de John Varley y probablemente también será la única y la última. Tres en una, qué maravilla. La trilogía del ladrillo, la llamaré. Juro sobre la calavera de Isaac Asimov que intenté de veras que me gustase, intenté meterme en su mundo, aceptar sus reglas y dejarme llevar por su propuesta; pero no hubo manera, oigan.

La acción de Playa de Acero se sitúa ante un atractivo telón de fondo al que Varley no le presta mayor importancia: Los humanos han sido expulsados de la Tierra por una raza extraterrestre invasora y ahora sobreviven en colonias alrededor de la galaxia. Una de las más importantes se sitúa en la Luna, donde seremos testigos de la historia de Hildy Johnson, redactor de El pezón de la noticia, un vulgar tabloide sensacionalista. Hildy se verá afectado súbitamente por cuitas y dudas metafísicas que parecen tener algo que ver con el Ordenador Central de Luna, una suerte de Gran Hermano nanotecnológico programado para velar por la supervivencia de los humanos asentados en Luna.

Varley aprovecha así la coyuntura para desbarrar cosa mala sobre los probables avances humanos a nivel médico, social, tecnológico y, sobre todo, sexual y de identidad. Desde granjas de brontosaurios, hasta cambios de sexo a la carta -no en vano Hildy pasará media novela siendo un hombre y la otra media como mujer-, pasando por detalladas descripciones de cómo se abastece de energía la Luna o cómo se han desarrollado nuevas religiones paganas basadas en el más burdo star-system del siglo XX, llega un punto que la historia se convierte en lo de menos.
Es este uno de esos casos de muerte por empacho. No hay otra forma de definir esta novela que la de monumental pastiche al que le sobran ingredientes. Varley pierde enseguida el oremus y la novela, por extensiva, se hace aburrida y vaga. Además, la narración en primera persona no ayuda lo más mínimo a agilizar el ritmo, pues Varley pone en voz de nuestro protagonista plúmbeos soliloquios de filosofía ajada y enclenque que ya nacieron muertas en 1992, el año de su publicación.
También Heinlein forma parte de esta obra como si de un alma en pena se tratase: se oyen sus lamentos, más que nada. No sé si ha sido un intento de homenaje o tal vez de parodia, pero Varley se casca un último acto que intenta reconducir el desaguisado con algunas dosis heinleinianas que sólo se quedan en eso: un intento.
En resumen, Playa de Acero es exagerada, extensiva y pesadísima: un tocho injustificable. De sus 700 páginas le sobran, al menos, la mitad de puro vacío.

Es una lástima, porque la novela contiene más de una interesante vuelta de tuerca a ciertas ideas anquilosadas de la ciencia ficción más clásica. Pero Varley fracasa en el intento y lo que tiene que resultar atractivo se torna en previsible y de baja altura especulativa, lo que pretende ser divertido resulta granítico y aburrido, y lo que se supone solemne no es más que folletinesco. En fin, que le ha salido el tiro por la culata al bueno de Varley.

jueves, 4 de marzo de 2010

Que se mueran los feos, de Boris Vian

Que se mueran los feos es una de las novelas que Boris Vian tradujo desde los originales del norteamericano negro Vernon Sullivan. En una época en la que los escritores negros no abundaban precisamante el hallazgo de Vian era una pequeña joya.
Si acaso el tal Vernon Sullivan hubiese existido en realidad, claro. Porque no se trataba más que de un pseudónimo inventado por el propio Vian para poder publicar sin el incordio de la moralina bien pensante que velaba por las buenas costumbres.
Y es que Que se mueran los feos es una novela salvaje. Teniendo en cuenta que fue escrita en 1948, la cantidad de atrocidades que describe, tanto sexuales como de corte absolutamente gore, no tiene nada que envidiar a cualquier foro marginal de internet.

Rocky Bailey es un joven de 19 años jodidamente atractivo al que le sobran las pretendientes, pero no obstante él se ha hecho la extraña promesa de permanecer virgen hasta los 20 años (¿?). Bailey, a su pesar, se convierte en un elemento clave para las investigaciones genéticas del Doctor Schutz (Mad Doctor a la vista, señores, y con apellido germánico como mandan los cánones) cuyo empeño se dirige en convertir a todos los habitantes del planetas en guapos y macizos individuos.

Boris Vian escribió esta novela (además de otras tres también firmadas como Vernon Sullivan a las que ya estoy deseando hincarles el diente) con claras intenciones provocadoras hacia clase elitista del París de posguerra y sus supuestas buenas maneras. Bajo la irreverencia de esta novelita, que es más bien una risotada en tu cara, caben varias etiquetas: algunos coetáneos la tacharon de pornográfica (aunque más bien se muestra una sexualidad softcore y cómica), otros la tildan de novela negra; e incluso tiene algunos elementos propios de la ciencia ficción y lo surreal. Da igual, lo importante de Que se mueran los feos es que es un revoltijo de ritmo frenético, con una notable cantidad de humoradas por párrafo que Vian se saca de la manga, casi siempre de forma afortunada. Dardos que van dirigidos al sector más meapilas de la sociedad.

Que se mueran los feos rezuma esencia Pulp. Con un estilo directo y premeditadamente sencillo, Vian despliega una eficaz narración repleta de acción en la que Rocky Bailey abre más de un capítulo recobrando la consciencia después de que le hayan dado una severa tunda o le hayan drogado o cualquier otra cosa imaginable. La novela es un completo catálogo de agresiones. La estructura lineal de la novela es un constante crescendo argumental en el que te preguntas cuál va a ser la próxima barbaridad, con una sonrisa sardónica de fondo.

Y además hay un perro que habla.

A leerla. No en vano Boris Vian fue Sátrapa del Colegio de Patafísica.